EL HOGAR.
Ese rincón en el mundo que sabes es tu lugar.
Miraba aburrido, cogiendo el primer sueño, a través del cristal viendo pasar a todo el mundo ajetreado de acá para allá, mientras me preguntaba a dónde se dirigirían. Irán a sus hogares, pensé. Todos tendrán uno. Casas más grandes, más pequeñas, más bonitas, más feas…
A mi me gustaría vivir en una casa enorme, con una parcela más enorme todavía, para que pudiera sentirme libre. Que le diera el sol en todos sus rincones. Y con árboles ¡muchos árboles! que me regalaran una buena sombra para cuando me cansara del sol. Y que tuviera piscina para poder refrescarme. Y una buena chimenea que me caliente en invierno.
Se abrió la puerta y entró un chico algo sucio y sin afeitar. Habló unas palabras con el dueño de la tienda que seguidamente me cogió con sus enormes manos y me entregó al joven. Salí por la puerta sujeto entre sus brazos.
Miré atrás y vi como se arrancaba de la puerta el cartel de “se regala perrito”.
Aquella primera noche dormimos debajo de un puente. Bueno, no era exactamente la casa que yo había soñado, aunque si le ponía un poco de imaginación realmente tenía algo en común. Sí, podía acceder a una parcela muy grande y el hilo de agua que hace tiempo fue un río podría pasar por una piscina. El calor que Marco me dio, que así se llamaba el chico, no es que fuera como el de una chimenea pero me mantuvo calentito toda la noche cuando me metió debajo de su jersey acunándome para que estuviese tranquilo.
Pasó un mes y Marco consiguió un trabajo. Nos trasladamos a vivir a un piso de tres habitaciones que compartíamos con dieciséis personas más que no me hacían ni caso. Él trabajaba todo el día y yo solo estaba feliz cuando regresaba. Entonces jugábamos con la pelota, me sacaba a pasear y por la noche nos metíamos juntos en el saco de dormir. Por suerte ahí solo estuvimos dos meses.
Nuestra siguiente vivienda fue cuando trabajó como vigilante de un gran parking en el centro de la capital. El cuarto donde vivíamos era subterráneo y tenía una pequeña cama en la que dormíamos los dos, un aseo y un hornillo eléctrico para hacer la comida. No tenía ventanas. Trabajaba catorce horas cada día y me llevaba a la cabina de control de vehículos con él. Así pasábamos las veinticuatro horas del día juntos. Estuvimos dos años en este trabajo, en los que ambos crecimos. Yo me convertí en un gran pastor alemán y él tras cortarse el pelo, engordar unos cuantos kilos y comprarse ropa decente se transformó en un chico guapo.
Fue una buena época.
Tras ese periodo, fuimos a vivir a un hotel de montaña durante los seis meses de temporada de invierno que permanecía abierto. Vivíamos en una pequeña cabaña de madera que le prestaba la empresa y yo me pasaba las horas delante de la ventana, viendo como nevaba, esperando a que volviera del trabajo. Cuando lo hacía, jugábamos sobre la nieve, corriendo, retozando o trayéndole algún palo que me lanzaba. Y por la noche dormíamos juntos en el sofá cama frente a la chimenea. Era una buena vida.
Terminada esta temporada nos trasladamos a la costa. Comenzó a trabajar en otro hotel. Ahí nos tocó vivir en un piso realmente pequeño pero muy iluminado. Era un quinto sin ascensor y yo volvía a pasarme las horas mirando por la ventana hasta su regreso. Cuando lo hacía se sentaba a mi lado para contarme como le había ido la jornada. Llegaba tan cansado, que nuestros paseos se volvieron muy reducidos pero en su día de descanso me recompensaba pasándolo entero conmigo en la calle.
Marco volvió a cambiar de trabajo y con ello de vivienda. Ahora cuidaba de un gran chalet en el que los dueños casi nunca estaban. Le dieron una habitación dentro de la casa grande, en la zona destinada para el servicio y a mi me instalaron en una caseta a la que se me ataba con una larga cadena por el día. Aunque podía elegir tomar el sol o echarme a la sombra de un sauce que tenía al lado, me aburría muchísimo. Por la noche me soltaban para hacer de perro guardián. A pesar que tenía toda la parcela para mi, yo había descubierto cual era la ventana de la habitación de Marco y me pasaba toda la noche debajo para sentirle cerca. Al año aquella casa se vendió y tuvimos que cambiar de nuevo.
Ahora teníamos un nuevo hogar, pero en esta ocasión fue diferente. Marco había ahorrado todos estos años y había comprado una vieja casita que arreglaba con sus propias manos, la ayuda de sus amigos y su novia, una encantadora chica que trabajaba en la carnicería del centro comercial, donde ahora Marco ejercía como vigilante, y que siempre me regalaba algún hueso o trozo de carne. Realmente me gustaba esa chica. Me sentí muy feliz cuando vino a vivir con nosotros.
La casa era pequeña, con una habitación, una cocina, un saloncito, un baño y un pequeño jardín con una verja que nos separaba de la calle. La puerta de casa siempre permanecía abierta por el día para que yo pudiese entrar y salir al jardín a mi antojo. Me gustaba tenerla así y ver lo que pasaba fuera, pero lo que más me gustaba de todo, era estar al lado de Marco. Si él estaba comiendo en la cocina, ahí estaba yo. Si se tomaba fuera una cerveza con los amigos, ahí estaba yo. Si se iba a la cama a dormir, ahí estaba yo. Si se iba a duchar, ahí estaba yo. Si estaba en el cuarto de baño, pues eso…que yo permanecía siempre a su lado.
Lo que descubrí a lo largo de los años es que un hogar no tiene que ser la casa más grande, la más lujosa o la más bonita. El hogar de uno está allí donde se encuentren los seres a quien amas. Y yo desde que Marco apareció siempre estuve en el mío.
Malaika Fidalgo de Vargas