MI VIDA EN SUS MANOS
La cuenta atrás se puso en marcha…
El reloj dio las horas puntualmente, entonces me di cuenta de que llegaba tarde, afuera estaba cayendo una lluvia torrencial, lo que me hizo suponer que esa era la razón de su retraso…
Yo era un animal más con un futuro incierto en aquella perrera municipal de las afueras de Madrid.
En la gran jaula en la que me encontraba, había estratégicamente colocadas unas casetas de plástico y cada uno de los diez gatos que la compartían conmigo había escogido una como su guarida. La mía era la que estaba más próxima a la puerta de salida. Desde allí podía ver la ventana de la oficina que gestionaba el papeleo de aquel lugar. En su interior colgaba un gran reloj en la pared sobre un escritorio con un ordenador y una vieja impresora la cual, una vez por semana escupía la lista con los datos de los animales que debían ser retirados, sí, sí, retirados para cumplir con la injusta ley dictada por la alcaldesa que obligaba al sacrificio de todos aquellos de nosotros que en un plazo de tres semanas no fuesen reclamados por alguna persona.
De la retirada de estos se encargaba un trabajador municipal al que llamaban “el limpia”. Cada martes puntualmente sin escrúpulos, se llevaba consigo los animales cuyo turno había llegado. En la última lista que se le entregó estábamos anotados mis dos bebés que habían nacido hacía una semana y yo.
Aquel era el día. Pasé toda la noche mirando como avanzaban las agujas luminosas sobre la pared oscura del despacho sintiendo como se acercaba el inevitable momento en el que el limpia vendría a por nosotros. El reloj dio las horas puntualmente, entonces me di cuenta de que llegaba tarde, afuera estaba cayendo una lluvia torrencial, lo que me hizo suponer que esa era la razón de su retraso.
De pronto, tras ser meneada por el fuerte viento, una rama del árbol situado frente a nuestra jaula, cayó sacudiendo con fuerza la estropeada puerta dejándola colgando por tan solo una de las dos bisagras que la sostenían.
Tras unos minutos de incertidumbre salió el primer valiente corriendo.
A él le siguieron otros tímidamente antes de que yo me decidiera. Observé que todos salían al exterior por un pequeño hueco del muro de ladrillo que rodeaba las instalaciones, por allí me deslicé también dejando a mis pequeños atrás.
Aporreada por las fuertes gotas de lluvia que no me permitían ni levantar las orejas, avancé hasta un montículo de piedras que se encontraba a unos doscientos metros, allí la más grande de ellas reposaba sobre otras formando una pequeña cueva que era perfecta para cobijarme con mis cachorros. Volví por ellos. Cuando llegué todos los demás gatos habían escapado.
Cogí al primero suavemente con mi boca, una vez fuera al sentir la lluvia golpeando su cabecita comenzó a maullar desconsoladamente. Lo dejé en el refugio y fui a por su hermano, en quince minutos ya estábamos instalados. Me llevó más de una hora terminar de secarnos, pero una vez hecho esto y tras darles de mamar, nos acurrucamos juntos.
Llegó la noche. No llovía. Decidí salir a explorar. Sobre la roca más alta que cubría nuestra cueva aguardé un momento en busca de algún indicio que me pudiese orientar sobre qué rumbo tomar. Detecté un olor a hierba seca y animales de granja, no fui capaz de identificar su dirección hasta que llegó una suave brisa del noreste.
“Este es el camino que debo tomar”. Decidí.
Después de cuatro horas en las que recorrí ocho kilómetros y brindé a mi estómago con un ratoncillo, llegué al lugar donde aquel olor me había conducido. Era una granja de vacas con tres construcciones. Una de ellas era la cuadra de los animales, otra el pajar y la tercera la casa donde habitaban sus propietarios. Me decanté por la segunda. Entré, me llevó media hora inspeccionar todos los rincones antes de decidir que sí, que este era el lugar donde traería a mis cachorros. Trepé por la paja que estaba amontonada hasta llegar a tres metros de altura y con mis patas hice una cama.
El viaje de vuelta fue más rápido, corrí casi todo el tiempo parando tan solo a beber en un charco del camino. Mis pequeños me recibieron hambrientos. Los alimenté y al dormirse comencé el traslado.
Uno y después el otro atravesaron conmigo la distancia que nos separaba de nuestro destino.
Los coloqué con ternura en la cama que había hecho entre la paja. Volví a darles de mamar, los limpie y sequé, luego continué conmigo. Al terminar estaba exhausta y quedamos dormidos.
El sol penetró con energía en el pajar cuando a la mañana siguiente el granjero abrió la gran compuerta entrando con su nieta de cinco años que sostenía un bocadillo en su mano. Salté amistosamente hacia ellos.
-¡Mira abuelo, un gato!- Gritó la niña.
-Es cierto. Ven pequeña- Me dijo el hombre.
Me acerqué a él ronroneando, deslizando mi cuerpo por sus tobillos. Se agachó y me acarició. La niña sacó el queso de dentro de su bocadillo lanzándomelo, me lo zampé en segundos mientras ella saltaba de alegría.
-Abuelo por favor ¡dime que el gato se puede quedar a vivir aquí!
El anciano llevó su mano derecha a su barbilla cogiéndola con sus dedos pulgar e índice, tras un minuto de reflexión dijo levantando ambos hombros:
-¿Por qué no?
La niña saltaba y gritaba de alegría diciendo:
-Tenemos un gato, tenemos un gatoooo!
-¿Sabes Laura?- Dijo el abuelo –No tenemos un gato.
La niña lo miró abriendo los ojos como platos.
-Mira cielo, tiene tres colores.
-Si, blanco, negro y marrón.
-Eso es, todos los gatos de tres colores son hembras.
-¿De verdad?
-De verdad. Además esta gata tiene leche, así que imagino que tendrá cachorros por aquí escondidos.
-¡Abuelo! ¿Entonces tenemos una gata con gatitos?
-Eso parece, pero hasta que no los veamos no lo podemos confirmar. Laura vamos a casa para prepararle un cuenco con agua y otro con comida.
Vi como el abuelo caminaba tras la niña que emocionada corría hacia la casa.
Volví a acurrucarme con mis pequeños, esta vez llena de paz porque por fin teníamos un hogar.
Malaika Fidalgo de Vargas